29 de marzo de 2014

Tres inscripciones funerarias

Los lectores de este blog ya conocen mi afición por los cementerios. No tenía mucho sentido que, viviendo a dos manzanas de la entrada del cementerio de Brighton, todavía no lo hubiera visitado, quizá por aquello de que uno siempre va postergando aquello que tiene más cerca o es más fácil. Hoy lo hice parcialmente, aprovechando una mañana espléndida de sol. La amplia lengua de terreno que separa Hartington Road de Bear Road se va elevando suavemente hacia las cotas de Race Hill y ofrece al visitante, de un lado, una enorme extensión de sepulturas -no especialmente llamativas, relativamente recientes- dividida en varias secciones: el suelo consagrado y el no consagrado, el cementerio municipal y el comarcal, el judío..., todos formando una unidad bastante homogénea y ordenada que nada tiene que ver con los pequeños camposantos, más coquetos, que rodean las iglesias. En dirección contraria, se puede abarcar una hermosa vista de Round Hill.

De la miríada de inscripciones a las que cabría buscar sugerencias, me detendré solo en tres. La primera, por su abrumadora concisión, que contrasta con la proliferación verbal y ornamental que caracteriza otras tumbas: los Loxley destacan en el epitafio compartido aquello que les interesaba recalcar ("Brevemente separados, pero de nuevo juntos") y luego callan. Hay que destacar, no obstante, el hecho de que el mensaje incluya una falta de ortografía: así, el matrimonio parece decirnos: "juntos... e iletrados para toda la eternidad". Pero habrá que atribuírselo al marmolista; probablemente -a juzgar por la inscripción- no había hijos que se percataran del detalle y se encargaran de corregirlo.



Con otro estilo, una tumba familiar no muy lejana me llama la atención por el gusto de los supervivientes por los versos fúnebres. Reproducimos aquí las coplas dedicadas al padre muerto por su viuda y sus hijos respectivamente pero, sobre todo, queremos aportar con los versos de los hijos a su madre (y ya me perdonarán la maldad) la prueba de que un ripio solemne puede arruinar el tono más elegíaco y luctuoso y prestarle inesperados matices cómicos.




Por último, el paseo por la sección que constituyó el viejo cementerio de Brighton y Preston sorprende con una tumba sencilla, evidentemente renovada no hace mucho, que guarda los restos de un militar norteamericano. Allí reposa Henry Holden, muerto en 1905, y en su lápida constan la mención y el emblema de la Medalla de Honor que recibió por su participación en las Guerras Indias y el cuerpo al que perteneció: el mítico Séptimo de Caballería, ese regimiento que en los westerns llegaba al galope en el momento más apurado para el protagonista, espoleado por el son de una corneta inconfundible. El mismo que sufrió la mayor derrota del ejército de los Estados Unidos a lo largo de su conflicto contra sus aborígenes: Little Big Horn (1876). Al leer la lápida he recordado inmediatamente la figura de Errol Flynn interpretando al teniente coronel Custer, asediado por los sioux en su célebre last stand junto a sus valerosos soldados; se me ha venido a las mientes la pegadiza melodía del Garryowen, con sus connotaciones marciales... Y me he preguntado qué hace un héroe americano, condecorado con la máxima distinción militar de aquel país y superviviente de su mayor derrota, enterrado desde 1905 en Brighton.



No lo esperaba, pero hay toda una historia recopilada por Peter Groundwater Russell, aunque muy inconexa y llena de lagunas, que habla del personaje: de su brumoso origen inglés; de su paso por la Guerra de Secesión y por las Guerras Indias, de las que salió indemne; del valor demostrado más allá del deber en la trágica jornada de Little Big Horn, por la que obtuvo su medalla; del malhadado accidente que lo inutilizó pocos años después para el servicio militar -la coz de un caballo y la fractura de tibia que lo dejó cojo de por vida-; de su vuelta a Inglaterra, no sabemos cuándo ni por qué razones, y su retiro en Kemp Town con su pensión norteamericana de veterano de guerra; de sus dos matrimonios; de cómo sus herederos enviaron la medalla de vuelta a los Estados Unidos para que fuese exhibida en uno de esos memoriales de héroes a los que son tan aficionados los yanquis...

Sin embargo, todos esos datos -con serlo mucho- me resultan menos sugerentes que la misma evocación que la sola lectura de unas palabras inscritas en una lápida es capaz de suscitar en mí. No cabe duda: más que el recuerdo que dejamos, somos lo que recordamos -mientras lo recordamos. Y nada nos aclara mejor esa lábil naturaleza nuestra que las lápidas de un cementerio.

2 comentarios:

  1. Los cementerios son muy divertidos: hay multitud de cosas en las que fijarse, innumerables historias que reconstruir. Hay fragmentos literarios, datos sugerentes o inverosímiles, y momentos impagables de humor, como esa cuarteta dedicada a Dorothy Eva Smith por sus amantes hijos. Una crónica estupenda, Juan. Me tienes que llevar a ese cementerio, sin que ello sea una incitación al asesinato.

    Eduardo.

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  2. Juan Luis, ahora no recuerdo si alguna vez hemos hablado del cementerio judío de Mallorca, que se encuentra en sta Eugenia. Es muy inspirador, entre otras cosas por varias de sus historias (alguna oculta y que sólo puedo contar fuera de foco).

    un abrazo

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