1 de mayo de 2014

Escrito en la piel

Leo una entrada de Eduardo Moga a propósito de la afición a los tatuajes que hace furor en este país. Coincido con su valoración: a mí también me parecen, en general, un signo de insatisfacción con el propio cuerpo, cuando no un infantil peaje del gregarismo, y en todo caso una decisión irreversible que conlleva dolor y en el futuro puede acarrear arrepentimiento. Pero sobre todo, detesto la desmesura con que coloniza algunas pieles, en combinación con otra moda rayana en la autolesión: el piercing.

En todo caso, alguna de las reflexiones me ha hecho recordar la biografía que sigue.

Jean-Baptiste Bernadotte, navarro francés, se incorporó con 17 años al ejército de la I República y se distinguió en los conflictos que esta mantuvo con media Europa, ganando rápidos ascensos. Convencido revolucionario, añadió al nombre de pila el más laico de Jules (por César). Con 31 años era general.

Nombrado ministro de la guerra en 1798, contrajo matrimonio con Desirée Clary, concuñada del genial Bonaparte. Llegado el Imperio, recibió el nombramiento de mariscal de Francia y fue sumando triunfos militares. Sus servicios en Austerlitz le ganaron en 1805 el título de príncipe soberano de Pontecorvo en la Italia napoleónica. En 1808 combatió a Suecia y se distinguió por el trato caballeroso que dispensó a sus prisioneros nórdicos.

En 1810, muerto sin descendientes el heredero de la corona sueca y noruega, los suecos decidieron elegir un heredero que reuniese varias condiciones: que fuese un militar de valía, con el fin de contener a los rusos que acababan de desgajar Finlandia de su corona; que tuviese prestigio en Europa; que fuese popular en Suecia; y que sirviese a su país para contener la furia del entonces todopoderoso Napoleón I. Se fijaron pronto en el príncipe de Pontecorvo, que con tanto respeto había tratado a los soldados del norte, y le ofrecieron la corona. Informado Napoleón por el propio Bernadotte, se mofó de la extravagante propuesta. Así que Bernadotte, que últimamente toleraba mal la autoridad del emperador, aceptó lo que se le ofrecía, devolvió su principado italiano a Napoleón y entró en Estocolmo aclamado por sus nuevos conciudadanos.

Adoptado por el viejo y enfermo Carlos XIII, asumió el nombre de Carlos Juan, se convirtió al luteranismo, fue designado príncipe heredero, generalísimo de los ejércitos y regente y, como tal, fue dueño y señor de la política sueca desde su llegada. Si alguien esperaba que Suecia fuese un satélite de Francia, se equivocó: aquel hijo de un procurador de Pau alió a su nuevo país con el Reino Unido y Prusia, derrotó a sus excolegas los mariscales de Francia, lideró a los aliados en el norte de Europa, aseguró contra Dinamarca la posesión de Noruega y participó de la victoria contra Napoleón.

En 1818, fallecido su padre adoptivo, accedió al trono con el nombre de Carlos XIV Juan de Suecia (o Carlos III Juan de Noruega), fundando así la dinastía Bernadotte, que aún reina hoy y cuyas armas funden las de la gloriosa dinastía Vasa con las del principado napoleónico de Pontecorvo. Bernadotte murió muy anciano, con 81 años, tras un largo, pacífico y próspero reinado que puso las bases de la Suecia y la Noruega modernas. Nunca había hablado sueco.

Cuando los responsables del servicio mortuorio se disponían a lavar y adecentar el cadáver del viejo monarca para su última ceremonia, descubrieron escondido sobre su augusta piel el siguiente, imborrable tatuaje de juventud: "Mort aux rois".

Carlos Juan como príncipe heredero de Suecia, por François Gérard (1811; detalle)

27 de abril de 2014

Los grafitis de Kensington Street

Uno de los atractivos de Brighton es su abundante colección de arte callejero. Junto a los grafitis más o menos improvisados, amateurs o simplemente vandálicos, encontramos por doquier muestras de street art profesional, ya sea espontáneo ya encargado por comercios o por las autoridades locales. En traseras escondidas o sobre las cabinas de conexiones telefónicas, en solares más o menos ruinosos o en las fachadas de las calles más céntricas, el Ayuntamiento de Brighton & Hove comprendió pronto la utilidad de estas manifestaciones de arte popular y trató de hacer piña con sus autores y usuarios. El resultado es que algunos rincones de la ciudad han pasado de ser deteriorados escenarios del tráfico de drogas a rincones llenos de luz que atraen el comercio y el turismo. Son frecuentes en Brighton los establecimientos comerciales decorados en su exterior de acuerdo con este estilo, muy relacionado con otros fenómenos de la cultura pop como el tatuaje y el piercing, el uso recreativo de las drogas, el cómic, los videojuegos, el hip hop, la música house, el surf, el diseño gráfico o la moda. El grafiti ha sido protagonista incluso de homenajes oficiales, como el dedicado en 2011 por la ciudad a la activista birmana por los derechos humanos Aung San Suu Kyi; pero, sobre todo, es uno de los atractivos turísticos más evidentes para los visitantes de la ciudad.

Aun cuando se trata de un arte anónimo y de carácter eminentemente efímero, en las calles de Brighton podemos admirar también obras más o menos perdurables de artistas identificados, tanto nacionales o internacionales, tan consagrados como Banksy, Snug, Odisy o Aroe, atraídos por una atmósfera decididamente hospitalaria para su actividad. Uno de los lugares de mayor concentración grafitera es Kensington Street, una calle corta del barrio comercial de North Laine sembrada de solares a los que se da uso de cochera al aire libre, cuyos límites son las traseras de edificios con entrada por la calle paralela: un paisaje que resultaría desalentador de no ser por la actuación de estupendos grafiteros. Podremos admirar un homenaje al artista, diseñador y gestor cultural local Mark Crook, reciente y tempranamente fallecido, vecino de otro gigantesco dedicado al padrino del funk, James Brown; un tremendo mural de 2008, fruto de la colaboración de Odisy y Aroe, en el que estos grafiteros brightonianos representaron a los miembros de una banda de rap de los ochenta, Run DMC, como piezas sobre el tablero de ajedrez, y a su líder, Jam Master Jay -asesinado algunos años antes-, como jugador y poco menos que demiurgo; o un escenario selvático, que resuelve magníficamente las irregularidades constructivas del plano, poblado de tótems y personajes a medio camino entre la rave party y la videoconsola: un mundo que sin duda me queda muy lejos, pero al que no puedo dejar de reconocer cierto orgulloso virtuosismo.






















29 de marzo de 2014

Tres inscripciones funerarias

Los lectores de este blog ya conocen mi afición por los cementerios. No tenía mucho sentido que, viviendo a dos manzanas de la entrada del cementerio de Brighton, todavía no lo hubiera visitado, quizá por aquello de que uno siempre va postergando aquello que tiene más cerca o es más fácil. Hoy lo hice parcialmente, aprovechando una mañana espléndida de sol. La amplia lengua de terreno que separa Hartington Road de Bear Road se va elevando suavemente hacia las cotas de Race Hill y ofrece al visitante, de un lado, una enorme extensión de sepulturas -no especialmente llamativas, relativamente recientes- dividida en varias secciones: el suelo consagrado y el no consagrado, el cementerio municipal y el comarcal, el judío..., todos formando una unidad bastante homogénea y ordenada que nada tiene que ver con los pequeños camposantos, más coquetos, que rodean las iglesias. En dirección contraria, se puede abarcar una hermosa vista de Round Hill.

De la miríada de inscripciones a las que cabría buscar sugerencias, me detendré solo en tres. La primera, por su abrumadora concisión, que contrasta con la proliferación verbal y ornamental que caracteriza otras tumbas: los Loxley destacan en el epitafio compartido aquello que les interesaba recalcar ("Brevemente separados, pero de nuevo juntos") y luego callan. Hay que destacar, no obstante, el hecho de que el mensaje incluya una falta de ortografía: así, el matrimonio parece decirnos: "juntos... e iletrados para toda la eternidad". Pero habrá que atribuírselo al marmolista; probablemente -a juzgar por la inscripción- no había hijos que se percataran del detalle y se encargaran de corregirlo.



Con otro estilo, una tumba familiar no muy lejana me llama la atención por el gusto de los supervivientes por los versos fúnebres. Reproducimos aquí las coplas dedicadas al padre muerto por su viuda y sus hijos respectivamente pero, sobre todo, queremos aportar con los versos de los hijos a su madre (y ya me perdonarán la maldad) la prueba de que un ripio solemne puede arruinar el tono más elegíaco y luctuoso y prestarle inesperados matices cómicos.




Por último, el paseo por la sección que constituyó el viejo cementerio de Brighton y Preston sorprende con una tumba sencilla, evidentemente renovada no hace mucho, que guarda los restos de un militar norteamericano. Allí reposa Henry Holden, muerto en 1905, y en su lápida constan la mención y el emblema de la Medalla de Honor que recibió por su participación en las Guerras Indias y el cuerpo al que perteneció: el mítico Séptimo de Caballería, ese regimiento que en los westerns llegaba al galope en el momento más apurado para el protagonista, espoleado por el son de una corneta inconfundible. El mismo que sufrió la mayor derrota del ejército de los Estados Unidos a lo largo de su conflicto contra sus aborígenes: Little Big Horn (1876). Al leer la lápida he recordado inmediatamente la figura de Errol Flynn interpretando al teniente coronel Custer, asediado por los sioux en su célebre last stand junto a sus valerosos soldados; se me ha venido a las mientes la pegadiza melodía del Garryowen, con sus connotaciones marciales... Y me he preguntado qué hace un héroe americano, condecorado con la máxima distinción militar de aquel país y superviviente de su mayor derrota, enterrado desde 1905 en Brighton.



No lo esperaba, pero hay toda una historia recopilada por Peter Groundwater Russell, aunque muy inconexa y llena de lagunas, que habla del personaje: de su brumoso origen inglés; de su paso por la Guerra de Secesión y por las Guerras Indias, de las que salió indemne; del valor demostrado más allá del deber en la trágica jornada de Little Big Horn, por la que obtuvo su medalla; del malhadado accidente que lo inutilizó pocos años después para el servicio militar -la coz de un caballo y la fractura de tibia que lo dejó cojo de por vida-; de su vuelta a Inglaterra, no sabemos cuándo ni por qué razones, y su retiro en Kemp Town con su pensión norteamericana de veterano de guerra; de sus dos matrimonios; de cómo sus herederos enviaron la medalla de vuelta a los Estados Unidos para que fuese exhibida en uno de esos memoriales de héroes a los que son tan aficionados los yanquis...

Sin embargo, todos esos datos -con serlo mucho- me resultan menos sugerentes que la misma evocación que la sola lectura de unas palabras inscritas en una lápida es capaz de suscitar en mí. No cabe duda: más que el recuerdo que dejamos, somos lo que recordamos -mientras lo recordamos. Y nada nos aclara mejor esa lábil naturaleza nuestra que las lápidas de un cementerio.

10 de marzo de 2014

Scrabbleman

Desde principios de abril de 2012, las calles de las localidades de Hastings y Saint Leonards fueron progresivamente intervenidas por un artista local que nunca se dio a conocer y que la prensa designó como Scrabbleman. En diversos lugares públicos aparecieron placas de resina con textos incrustados, compuestos con piezas de Scrabble. Próxima al graffiti, estas piezas de street art incluyeron elementos éticos, humorísticos, crípticos, personales... redactados a veces en idiomas extranjeros. En esta manifestación habría que comentar la virtualidad de las piezas de Scrabble como elementos de composición gráfica, su parentesco con los viejos tipos de imprenta, la importancia simbólica de la valoración numérica de las letras del famoso juego de mesa en un nuevo contexto artístico y ético, el anonimato, la semántica romántica y anticonsumista, la autorreferrencialidad y la seriación en relación con la localización de las piezas, la condición efímera o duradera de este tipo de arte, las distintas modalidades de recepción por parte del público habitual, del connoisseur, del lector casual, del turista...

El 20 de abril del mismo año Scrabbleman ya era noticia en el Hastings & St. Leonards Observer y pronto numerosos medios locales y nacionales se hacían eco del misterio. De entonces acá se han publicado varios recorridos (como este) con interpretaciones de todo tipo, pero nadie ha podido averiguar el nombre del (o de la) responsable de unas escrituras expuestas que han pasado a formar parte del atractivo de Hastings y del contenido de sus guías turísticas.

"Te quiero, cara de mono"

5 de marzo de 2014

Un parque invisible y un tren que ya no existe

A través de tres cancelas muy modestas -casi escondidas- que se abren respectivamente en Hartington Road, Franklin Street y Picton Street, podemos acceder a una estrecha franja de terreno ajardinado: William Clarke Park. Un césped modesto, un equipamiento rústico, una escueta zona asfaltada con una canasta y un área de juego para los más pequeños componen el parque, que se va estrechando hacia el sur, en paralelo a todo lo largo de Bonchurch Road, hasta terminarse contra las verjas de unas canchas de baloncesto anejas a la escuela Elm Grove. La calle del mismo nombre transcurre, perpendicular pero unos metros más alta, al otro lado de las canchas.

William Clarke Park, mirando al sur

William Clarke Park, mirando al oeste

William Clarke Park, mirando al norte


El parque es modesto, escondido y peculiar. Salvo por la vista lejana y parcial que se obtiene desde la verja del colegio Elm Grove, es imposible verlo desde la calle, rodeado como se halla de viviendas que le ofrecen sus traseras: verjas tras las que vemos o adivinamos patios, casetas de herramientas, pequeños jardines y un gallinero que abre sus puertas para que gallinas free range se alimenten en el parque y jueguen, confianzudas, con los niños. Cuando lo visito, algo menos de una docena de adultos trajinan aquí y allá con aperos de jardinería: están plantando árboles alrededor de la zona de los columpios. Se ve pronto que no son jardineros: son, una vez más, voluntarios de una asociación, vecinos que emplean la mañana de un domingo húmedo y frío de febrero en prestar un servicio a la comunidad. Hay que decir que tenían cara de pasárselo bien.

Es muy particular este parque casi invisible, que los vecinos conocen como The Patch (“El Terreno”); su planta extremadamente alargada indica que no fue concebido como tal. Los Amigos del William Clarke Park me remiten a su web, en la que me entero de que no solo colaboran con el Ayuntamiento en el mantenimiento del parque, sino que también se ocupan por turnos de abrir y cerrar las puertas en su horario, instalan pequeñas estructuras para favorecer la proliferación de la fauna y la flora locales y organizan diversos eventos populares a lo largo del año, siendo quizá el más destacable entre ellos el Patchfest: un festival repleto de actividades que se celebra un sábado de cada mes de julio.

Vista de William Clarke Park desde Elm Grove, a través de la verja del colegio homónimo

William Clarke Park: nido artificial

Narcisos en William Clarke Park


También me entero por esta y otras webs del origen de The Patch: ocupa el antiguo trazado de una línea de tren que unía London Road con Kemp Town. Desmantelada esta infraestructura ferroviaria en los años 70, el Ayuntamiento de Brighton compró los terrenos y un concejal llamado William Clarke se empeñó en que esa franja sirviera para el esparcimiento de los habitantes del barrio de Elm Grove. Lo cual explica la planta del parque, pero me dejaba abiertas muchas preguntas que me ha complacido resolver: ¿de dónde venía ese tren y hacia dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué se desmanteló? ¿Cuáles son las huellas de ese tren en los lugares por donde discurrió? Y, sobre todo, ¿cómo es que todos los días paso por donde antaño circularon locomotoras a vapor y no sabía nada…?

Parece ser que la rivalidad entre las diversas compañías que daban servicio ferroviario en el sur de Inglaterra fue el motivo de que la London, Brighton & South Coast Company decidiese abrir en 1869 un ramal hacia Kemp Town, hoy el barrio gay de Brighton. La línea, cuyo único objetivo fue obstaculizar que otras compañías se estableciesen en el área, nunca fue rentable: su trazado fue muy costoso por las muchas irregularidades que debía salvar sobre el terreno –la mayor parte del trayecto se hacía sobre viaductos o bajo tierra- y, sobre todo, porque su recorrido duplicaba el mismo viaje sobre ruedas. A la llegada de los autobuses, no pudo competir: en 1933 el tren dejó de transportar pasaje para dedicarse principalmente al transporte de carbón; y en 1971 la Southern Railway, heredera de todas aquellas compañías rivales, decidió cerrar la línea.

El ramal de Kemp Town se separaba de la línea Brighton-Lewes entre las estaciones de London Road y Moulsecoomb justo después del túnel de Ditchling Road; enseguida encontraba un gran almacén de carbón al aire libre -en lo que ahora es el polígono industral del Centenario- y la también desaparecida estación de Lewes Road. A continuación, la línea cruzaba Lewes Road a la altura del actual edificio de Sainsbury, que sustituyó en los años 80 el edificio de Arthur H. Cox & Co. y que conserva en su fachada el reloj que hasta entonces adornó la de aquella industria farmacéutica. El tren sobrevolaba Lewes Road sobre un viaducto que se introducía en el cuadrilátero de Melbourne Street (hoy hay un moderno edificio donde hace cuarenta años se alzaban sus pilares) y conectaba con un segundo viaducto elevado sobre un gran terraplén en lo que ahora son los patios de la escuela St. Martin.

El segundo viaducto pasaba por encima de Hartington Road cruzando los actuales emplazamientos de Gladstone Court y Old Viaduct Court, dos feos bloques residenciales enfrentados que siempre me llamaron la atención por la ruptura arquitectónica que suponen en un barrio que preserva tan fielmente el plano y las hechuras victorianas. En 1906-1911 funcionó un apeadero en Hartington Road en terreno que hoy pertenece a Old Viaduct Court. La línea proseguía su trazado sobre lo que hoy es William Clarke Park: entonces el tren se abría paso en el fondo de una cortada que separaba las traseras de Bonchurch Road, al este, de las de las varias calles diminutas que se le oponen al oeste; cuando la línea fue desmantelada, la trocha fue parcialmente cubierta con escombro y tierra antes de la siembra del césped actual.

En lo que hoy son canchas de baloncesto, el ferrocarril se introducía por debajo de Elm Grove en un túnel que horadaba las raíces de los barrios de Hanover y Queen’s Park; algún antiguo alumno de la escuela Elm Grove, que se encontraba justo encima de la entrada norte del túnel, recuerda el temblor del tren, cada mediodía, como parte de la rutina escolar. Una milla más al sur, tras atravesar las tripas de Race Hill, la locomotora emergía en Kemp Town, donde la línea única se dividía en cuatro para la gestión de las mercancías. Donde hasta los 70 se extendían un patio de maniobras, plataformas y una coqueta estación de tren, en un gran rectángulo excavado entre Evelyn Terrace, Freshfield Road, Sutherland Road e Eastern Road, hoy podemos encontrar los almacenes, naves y oficinas del polígono industrial de Freshfield.

Parece mentira que hoy queden tan escasos vestigios de las estructuras y la actividad que supuso una línea ferroviaria activa durante más de cien años. Aparte algunas webs como My Brighton & Hove, que conservan antiguas fotografías y testimonios de vecinos no menos antiguos, ciertos indicios como el nombre de Old Viaduct Court o las fracturas de la homogeneidad arquitectónica allá donde hubo viaductos y hoy hay edificios nuevos, poco queda de aquel tren. En el polígono del Centenario aún se puede apreciar la cortada por donde discurría. El rústico mobiliario del parque de William Clarke aprovecha parte del material del antiguo trazado: los bancos sencillos están hechos de traviesas que muestran aún las mordeduras de las sillas de asiento y los tirafondos. La entrada al parque por Hartington Road es un sendero que ya existía junto a la vía y permanece relativamente intacto. En la confluencia de Pankhurst Avenue con Down Terrace se puede ver a ras de suelo una pequeña estructura metálica que, dicen, sirvió de respiradero al túnel. La entrada sur al mismo sigue visible al pie del acantilado sobre el que asoma Evelyn Terrace, con entrada por las instalaciones de una empresa de almacenaje del polígono Freshfield. Allí es donde un amabilísimo Geoff me ha permitido transitar los 40 metros de túnel a los que la compañía tiene acceso y a los que, compartimentados, saca partido como almacén. Más allá, el túnel está clausurado. El extremo norte, al parecer, fue demolido durante la reforma de los terrenos del colegio Elm Grove y ya no presenta acceso.

Letrero de entrada de Old Viaduct Court, en el lado sur de Hartington Road

William Clarke Park: marcas de las sillas de asiento sobre la madera vieja

William Clarke Park: banco hecho de traviesas

Bóveda del túnel de Kemp Town

Entrada sur al túnel de Kemp Town, al fondo del polígono Freshfield

Entrada al William Clarke Park por el viejo sendero que da a Hartington Road, al lado de donde estuvo el viejo apeadero

Hartington Road mirando al oeste: se aprecia claramente la diferencia de estilos arquitectónicos


Y ahí sigue el túnel, bajo tierra, alimentando la curiosidad de un grupo de aficionados brightonianos a los ferrocarriles viejos que publican en internet material gráfico de gran interés para la historia de esta línea de tren y de su entorno urbano. Los Amigos de William Clarke Park organizaron en 2007 una solicitadísima excursión al túnel, que se abrió solo para que cuarenta personas lo recorrieran armadas de sus linternas. Allí están su siglo de carbonilla, sus humedades y algunos inquietantes grafitis que dicen: “Sacadme de aquí”.

Las estaciones de Lewes Road y Kemp Town, el apeadero de Hartington Road y los dos viaductos fueron derribados, y el túnel cegado, en distintas fases entre los años 70 y 80, abriendo espacio para nuevos edificios y equipamientos y modificando para siempre la fisonomía del barrio. Algunos de sus habitantes conservan en casa ladrillos producto de las demoliciones. Cuesta trabajo imaginar que aquellos trenes de vapor cruzaran a diario, silbando y llenando el aire de olor a grasa y a carbón, dando trabajo a centenares de personas y servicio a otras miles, el mismo lugar en que hoy mis hijos asisten a sus clases de matemáticas o juegan al balón.

Hartington Road mirando al este

Hartington Road mirando al este, en 1972

(Todas las fotos son de marzo de 2014 y propiedad del autor, excepto la última, que pertenece a la Colección James Grey de The Regency Society of Brighton and Hove.)

4 de febrero de 2014

El poder del amor

En las instituciones locales inglesas, los funcionarios destinados a celebrar los matrimonios civiles son los registrars. En el municipio de Brighton & Hove, el senior registrar se llama –para gran diversión de los contrayentes- Trevor Love. He leído en el número de febrero de la revista local Absolute una entrevista con este funcionario (titulada, claro está, "The power of Love") acerca del reciente cambio legislativo por el cual queda autorizado en Inglaterra y Gales el matrimonio entre personas del mismo sexo.

El Parlamento británico aprobó la nueva norma en julio de 2013, impulsada decididamente por la ministra conservadora de Igualdad, Maria Miller. Aunque se esperaba que la modificación legal entrase en vigor en julio de este año, la ministra anunció el pasado diciembre que los primeros matrimonios gays podrían tener lugar el 29 de marzo.

Brighton es uno de los centros mundiales del movimiento LGBT. El primer contacto de mi familia con esta alegre ciudad tuvo lugar el pasado agosto, coincidiendo con el Pride Parade de 2014. Innumerables carrozas desfilaban por la ciudad; en North Street mis hijos quedaron asombrados por el derroche de alegría que supone una celebración absolutamente exagerada, y también con la extraordinaria presencia del recuerdo imborrable de Freddie Mercury, a quien admiran desde bien pequeños. Seguramente se les escapó el ingrediente más reivindicativo del desfile, con el que se quería recordar que la situación de los gays en Rusia, Nigeria y otros lugares del mundo dista mucho de la felicidad brightoniana. Millones de libras llueven sobre Brighton cada verano, los reencuentros –hay históricos del Pride que vienen cada año- pueblan la calle de abrazos y optimismo y la fiesta al aire libre que bloquea Kemp Town durante varios días ofrece un acento paradójicamente meridional.

Así pues, la oficina municipal del Registro de Brighton & Hove se dispone a estrenar el matrimonio gay el mismo día 29 de marzo. Trevor Love recuerda en su entrevista que en 2005, con motivo de la legalización de las parejas de hecho, consiguió que Brighton fuera de los primeros municipios en celebrar una de estas uniones civiles mediante el registro de tres parejas a las ocho horas y un segundo de la mañana del primer día en que fue legal; y para el 29 de marzo ya está seleccionada la pareja que en Brighton se convertirá en el primer matrimonio del mismo sexo, por cierto, en la Sala de Música del Royal Pavilion y sin coste alguno. Love se muestra orgulloso de que las instituciones de Brighton estén a la cabeza de los avances en igualdad en el Reino Unido y sugiere, con contención británica: “nos gusta pensar que hemos sido útiles a la hora de facilitar la llegada de los cambios”.

Love cierra su entrevista desdramatizando el debate. Se sorprende de que un país tan avanzado políticamente como el Reino Unido haya tardado tanto en “cambiar una simple ley”. Para Love, y contra la opinión de los conservadores que sitúan en este cambio legislativo el amanecer de una nueva Sodoma, el cambio “simplemente sucederá y en pocos años la gente ni siquiera pensará en ello”. Me agrada que para corroborar su afirmación ponga como ejemplo de normalidad “un país tan religioso como España, donde el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal desde hace ya tiempo”. Fue probablemente la única medida justa e importante del peor gobernante de nuestra historia contemporánea, un avance en igualdad que hace que, por una vez, me cueste no sacar pecho por ser español.

(Ilustración publicada por el Houston Chronicle el 25 de enero de 2014)

2 de febrero de 2014

Un tesoro románico inesperado en Clayton

Cuando los normandos conquistaron el reino de Inglaterra, el Conquistador otorgó Lewes y su comarca a su fiel barón Guillermo de Warenne, antepasado o epónimo de todos los Warren que en el mundo han sido. Entre sus propiedades se encontraba la aldea de Claitune, como atestiguó en 1086 ese monumental registro de la propiedad que conocemos como Domesday Book.

Hoy Clayton es una población minúscula, casi un barrio del cercano Hassocks que cuenta, no obstante, con poderosos atractivos. Uno lo constituye la pareja de molinos conocidos como Jack and Jill, ambos del siglo XIX y curiosos por la atribución de sus géneros. En Inglaterra los molinos, como los barcos, son siempre hembras; Jack de Clayton es uno de los escasos ejemplos de molino macho en el país... Pero hablaremos de molinos ingleses en otra entrada.

Otra de las peculiaridades de Clayton es la entrada norte al túnel que lleva el nombre del pueblo, el más largo en la línea Londres-Brighton: una especie de castillito bastante kitsch cuya construcción fue, al parecer, la condición impuesta a la compañía del ferrocarril por el propietario de las tierras bajo las que tenía que discurrir este túnel, allá por los años de 1840.

Pero lo que hace verdaderamente especial este lugar es la parroquia de San Juan Bautista, un templo del siglo XI puesto inicialmente bajo la advocación de Todos los Santos, como era frecuente entre los anglosajones. La iglesia, que conserva originales la planta y gran parte de su estructura, no es especialmente hermosa en la primera impresión. Sin embargo, la visita va sumergiendo al viajero poco a poco, insospechadamente, en un mundo de religiosidad primigenia. Me apasionan las catedrales pero, si en algún lugar encuentro una medida humana que pueda justificar algún tipo de relación espiritual, es en los humildes templos del prerrománico y el románico.

La entrada al recinto se efectúa bajo una de esos pórticos de madera que adornan tantas pequeñas iglesias en Gran Bretaña; su nombre, lychgate, remite al tiempo medieval en que se usaban a modo de capilla ardiente y cobertizo durante los servicios funerales. Hoy prestan su encanto rústico a los templos de los que son preámbulo y, en buena parte de Inglaterra, conceden un rato de protagonismo a los niños en las bodas.






Para acceder a la iglesia en sí hay que atravesar un tramo del cementerio al que volveré más adelante. Ya solo nos separa del interior –literalmente, dada la resistencia que presenta su picaporte- un portón de roble bruñido por el uso que, después de informarnos, sabemos que lleva allí desde el tiempo de los normandos. De la misma época son los frescos que cubren los muros de la nave y que dejan boquiabierto al visitante que entra sin estar avisado.

Como la mayor parte de los templos prenormandos, San Juan Bautista consta de una sola nave de planta pequeña y muros muy altos, más un presbiterio cuadrangular, no absidial, de menor altura. La parte superior de los cuatro muros de la nave está cubierta de frescos de una discreta policromía que, al parecer, permanecieron ocultos tras el enlucido hasta que, durante unas obras de restauración en 1893, volvieron a ver la luz para admiración del mundo. Los frescos del Juicio Final de esta iglesia, únicos en el país por extensión, edad y estado de conservación, son obra del llamado Grupo de Lewes, un puñado de pintores radicados en el Priorato de San Pancracio, el primer monasterio cluniacense de Inglaterra, fundado en Lewes por Guillermo y Gundrada de Warenne tras su visita a Cluny. Aquellos artistas románicos dejaron en Clayton la prueba de que el arte europeo del siglo XII ya había dejado de ser materia de interés local. Resulta evidente el parentesco de sus figuras con otras que conocemos del románico europeo: el pantocrátor en su mandorla, los ángeles y santos de miembros alargados... Amenazadas hoy por la acción disolvente de las heces de murciélago, estas pinturas explican que English Heritage haya clasificado San Juan Bautista como grade I, es decir, de interés más que nacional.






El conjunto inspiró a uno de los firmantes del libro de visitas, a mediados de 2012, las siguientes palabras: “Este es el lugar más especial para encontrar la paz, aclarar la mente y recargar las pilas. Mi hermana, tristemente enferma de esclerosis múltiple y no creyente, me contó que sintió que un brazo solícito la rodeaba cuando entraba en la iglesia”.

Y, a la salida, el extenso cementerio que circunda el templo también es un ámbito especial. Es obligado dar un paseo por entre las ordenadas filas de tumbas, contemplar algunas de ellas convertidas en fértiles parterres, admirar los cruceros de larga tradición insular, leer las inscripciones... El visitante encontrará en el lado sur, casi escondida de la vista de los viandantes, una lápida con el siguiente texto: “Aquí yace/ un gentil caballero/ Sir Norman Hartnell/ comendador de la Orden de Victoria, académico real/ 12 de junio de 1901-8 de junio de 1979/ modista de las/ reinas de Inglaterra/ 1937-1979/ enormemente añorado por sus muchos/ y queridos amigos”. Hartnell ganó su rango de caballero primero al servicio de Elizabeth Bowes-Lyon, y después al de Isabel II, para la que diseñó el vestido de su boda. Este hombre de gusto exquisito, para descansar por toda la eternidad, escogió un lugar al lado de su madre y su hermana en el cementerio de San Juan Bautista de Clayton.










(Fotos propiedad del autor)