14 de enero de 2014

Philip Larkin ante el sepulcro de los condes de Arundel

La catedral de Chichester, joya de la arquitectura normanda y del primer gótico inglés, no es de grandes dimensiones en un contexto que propició sedes grandiosas. Por eso mismo encierra un encanto especial y participa de lo acogedor que a veces falta en aquellos templos espectaculares. Me asombra de ella cómo una perfecta geometría puede llegar a adquirir suaves proporciones, acordes con la naturaleza, con el paisaje y con el hombre. Me gusta su rica combinación de arte y patrimonio antiguo, medieval, moderno y contemporáneo, conforme a la inteligente política iniciada por el obispado de Chichester a mediados del siglo pasado y que hace convivir un impresionante relieve del siglo XII sobre la resurrección de Lázaro con tapices de John Piper y Ursula Benker-Schirmer, un mosaico romano o una vidriera de Marc Chagall. Es peculiar el campanario exento del siglo XV, en proceso de necesaria restauración, y a su lado un san Ricardo de Philip Jackson muestra toda su fuerza recortado en bronce contra la catedral. El claustro, los recoletos espacios urbanos que rodean el templo y los jardines del palacio episcopal, de uso público, son paraísos de sosiego para lectores solitarios. Y la aguja que corona la torre central, hogar de una familia de halcones peregrinos, ayuda desde el siglo XIV a los viajeros a orientarse por toda la comarca y a los pescadores y los marinos de Sussex a situarse en sus singladuras, porque se trata de la única catedral inglesa que puede verse desde el mar.

Catedral de la Santísima Trinidad de Chichester.
Vista desde los jardines del palacio episcopal.

Nave central de la catedral.
Estatua en bronce de san Ricardo de Chichester en el exterior de la catedral,
por Philip Jackson (2000; detalle).


En la nave lateral norte del templo se encuentra el sepulcro de Richard FitzAlan (ca.1306-1376), X conde de Arundel y VIII de Surrey, miembro de una familia de origen bretón de la que también descendieron los reyes Estuardo, y su consorte Eleanor de Lancaster (ca. 1311-1372), bisnieta de Enrique III: un matrimonio de la más noble prosapia anglonormanda.

El conde de Arundel, como buen aristócrata inglés, participó muy relevantemente en la administración, la milicia y la diplomacia de su país al servicio de Eduardo II, Eduardo III y el Príncipe Negro en escenarios como Gales, Escocia o Francia. Militar muy competente, fue una de las principales figuras del bando inglés en la batalla de Crécy. Murió increíblemente rico; basándose en su testamento y ponderando la correspondiente inflación, Olivia Fleming ha calculado para el Daily Mail que FitzAlan poseyó la decimoquinta mayor fortuna personal de la historia, en una curiosa lista en la que se codea con los Rothschild, Rockefeller, Henry Ford, Carnegie, Bill Gates, Carlos Slim o Muammar Gaddafi.

La condesa Eleanor, segunda esposa de FitzAlan, murió unos años antes que este y fue enterrada en el priorato de Lewes que hoy, como tantos otros establecimientos religiosos ingleses, no existe debido al furor antimonástico y la codicia de Enrique VIII. Poco tardó el conde en seguirla literalmente a la tumba: en su testamento ordenó ser enterrado al lado de Eleanor y que su sepulcro no fuera más alto que el de ella ni en su funeral se dispusiera más pompa que las cinco antorchas que habían ardido cuatro años atrás junto al cadáver de su mujer.

Hoy el mausoleo de aquella pareja se encuentra en la catedral de Chichester. Las efigies de los condes los representan reposando uno al lado del otro, él armado como caballero, con la mano izquierda enguantada y la diestra, desnuda, estrechando la de su esposa. A los pies de esta descansa un perro, símbolo de la fidelidad, y a los del conde, así como bajo su nuca, sendos leones pequeños, similares a los que campean en el blasón de los Arundel pero mansos y no rampantes. El paso del tiempo ha surtido su efecto y los elementos más salientes del altorrelieve han sufrido fracturas y desgastes, especialmente notorios en los pies y las narices de los yacentes. La impresión general que infunde esta obra no muy distinguida del gótico inglés es de una gran serenidad.





Philip Larkin visitó la catedral de Chichester a mediados del siglo XX y, según confesó más adelante, se sintió conmovido por la contemplación de la tumba de los condes de Arundel. Larkin concluyó en 1956, a propósito de este sepulcro, un poema titulado "An Arundel Tomb" que años después iba a aparecer en su libro The Whitsun Weddings (Londres: Faber and Faber, 1964) y que se ha convertido con el paso del tiempo en uno de los más citados de su autor, considerado ya uno de los más grandes poetas del siglo XX en lengua inglesa. Larkin se lamentó en alguna ocasión de la popularidad del último verso de esta composición, tan aparentemente contradictorio con su habitual tono escéptico, tal vez cínico: "Lo único que sobrevivirá de nosotros es el amor".

Puede que este sea el verso más veces malinterpretado de la historia. Tomado como enésima versión del "Omnia vincit amor" horaciano, prolongaría un tópico explotado con éxito, entre otros muchos, por Shakespeare, Quevedo, Caravaggio y Bécquer; sería, en efecto, contradictorio con el tono más característico del hosco bibliotecario de Hull y solo se explicaría como concesión sentimental. No obstante, una lectura diligente del poema proporciona una visión muy distinta. He aquí el texto, que podemos encontrar también reproducido junto a la tumba de Richard y Eleanor:

    AN ARUNDEL TOMB 

    Side by side, their faces blurred,
    The earl and countess lie in stone,
    Their proper habits vaguely shown
    As jointed armour, stiffened pleat,
    And that faint hint of the absurd—
    The little dogs under their feet.

    Such plainness of the pre-baroque
    Hardly involves the eye, until
    It meets his left-hand gauntlet, still
    Clasped empty in the other; and
    One sees, with a sharp tender shock,
    His hand withdrawn, holding her hand.

    They would not think to lie so long.
    Such faithfulness in effigy
    Was just a detail friends would see:
    A sculptor’s sweet commissioned grace
    Thrown off in helping to prolong
    The Latin names around the base.

    They would not guess how early in
    Their supine stationary voyage
    The air would change to soundless damage,
    Turn the old tenantry away;
    How soon succeeding eyes begin
    To look, not read. Rigidly they

    Persisted, linked, through lengths and breadths
    Of time. Snow fell, undated. Light
    Each summer thronged the glass. A bright
    Litter of birdcalls strewed the same
    Bone-riddled ground. And up the paths
    The endless altered people came,

    Washing at their identity.
    Now, helpless in the hollow of
    An unarmorial age, a trough
    Of smoke in slow suspended skeins
    Above their scrap of history,
    Only an attitude remains:

    Time has transfigured them into
    Untruth. The stone fidelity
    They hardly meant has come to be
    Their final blazon, and to prove
    Our almost-instinct almost true:
    What will survive of us is love.

Este soberbio ejemplo contemporáneo de écfrasis es, en realidad, un discurso radicalmente desmitificador que cuestiona la trascendencia del amor y desvincula la belleza de la verdad. En resumidas cuentas, viene a decirnos la voz poética, la actitud que el escultor imbuyó en la piedra -la fidelidad en el amor conyugal- probablemente no fue sentida ni planeada por los difuntos más allá del rito destinado a los supervivientes más cercanos. Y, sin embargo, es lo único que queda una vez que el sepulcro deja de ser documento de dos vidas que fueron para convertirse en obra visual per se: cuando visitantes de épocas muy distantes han dejado de leer para solamente mirar. Todo acaba siendo, por tanto, mentira, tal y como anticipa en el verso trece la brillante dilogía "They would not think to lie so long", y tal y como remata la última estrofa: el tiempo ha sustituido las verdaderas historias de los yacentes por una mera "actitud", por una "no-verdad" que demuestra que nuestro "casi-instinto" (la pretensión de que el amor vence a la muerte) es "casi verdad" y, por consiguiente, mentira. Y, así, el arte que nos transmite toda esta falsificación no tiene nada que ver con la vida. Sin aislar de su contexto, el último verso de este hermosísimo poema es definitivamente -demoledoramente- escéptico. Sorprende que el deán de la catedral de Chichester no haya ordenado retirarlo inmediatamente del sepulcro de los Arundel. Agitadoras.

Philip Larkin en 1974. Fotografía de Fay Godwin.

(Fotografías propiedad del autor excepto el retrato del poeta, propiedad de los herederos de Fay Godwin, British Library y National Portrait Gallery, Londres.)