30 de noviembre de 2013

Ditchling

A escasas millas tanto de Brighton como de Lewes, Ditchling permanece aquí desde los tiempos de Alfredo el Grande. Para llegar desde el sur es necesario atravesar el parque nacional de los South Downs. La ondulada sucesión de colinas de creta se resuelve poco antes de llegar a la aldea tras las alturas de Ditchling Beacon, cuyo repentino desnivel salva la carretera cruzando arboledas empinadas e invernizas.

Iglesia de Santa Margarita, Ditchling (2013)

 En Ditchling llaman la atención el orden y la aparente prosperidad de una localidad que apenas cuenta dos mil almas. El censo crece actualmente, probablemente por la atracción que ejerce sobre los más hastiados de la ciudad una aldea con todas las ventajas de la naturaleza pero también, aparentemente, con todos los servicios básicos cubiertos. Y los no básicos los cubre igualmente la iniciativa privada: junto a los tradicionales pubs The Bull y The White Horse y la casa de comidas Ditchling Tea Rooms aparecen ya varios comercios nuevos de exquisito gusto y agencias inmobiliarias nada populares. La parroquia anglicana de Santa Margarita, que se remonta al siglo XI, ofrece una buena explicación a por qué los cementerios ingleses tienen su fama.


Cementerio de la iglesia de Santa Margarita, Ditchling (2013)

Más allá del green del pueblo y junto a un estanque en el que los niños se entretienen en alimentar patos y pollas de agua, se encuentra el Ditchling Museum of Art and Craft, una modesta institución privada donde el arte y la etnografía del lugar reciben un tratamiento museístico ejemplar.

Museo de Ditchling. Al fondo, Santa Margarita (2013)

Una de las razones por las que un lugar resulta acogedor es porque sugiere al que lo visita la necesidad de compartirlo con alguien. El Ditchling Museum me hizo acordarme casi inmediatamente de mi amigo Pepe Monteagudo, que a buen seguro lo hubiera disfrutado. Guarda una colección de obras de arte, enseres de tipografía y piezas artesanas que atestigua el paso de importantes artistas por la aldea a principios del siglo XX. Se trata de un caso verdaderamente atractivo: antes de la Gran Guerra, varios artistas, tipógrafos y artesanos ingleses encabezados por Eric Gill se reunieron en Ditchling, formaron una especie de comuna católica y en 1921 fundaron algo que denominaron Gremio de San José y Santo Domingo, que mediante la renovación de sus miembros duró hasta 1989. El Gremio, que era una comunidad antes religiosa que artesanal, hizo funcionar talleres de diversos artes y oficios, una capilla y una imprenta dirigida por Hilary Pepler, Saint Dominic's Press, que servía para dar difusión de su trabajo y de su pensamiento, resumido en una inscripción en piedra que hoy se conserva en el museo de Cheltenham con cita del Libro del Eclesiástico: "Hombres ricos en virtud, estudiosos de la belleza, viviendo en paz en sus hogares".

(Foto procedente de la web de John Price)

Basta recordar algunos de los logros de los miembros del Gremio para asombrarse de que tanto talento coincidiera en el diminuto Ditchling de los años 10 y 20 del siglo pasado. Eric Gill, brightoniano que residió en el pueblo entre 1907 y 1924, fue uno de los principales escultores ingleses de su tiempo, responsable -por ejemplo- del vía crucis de la catedral de Westminster, el templo primado de la Iglesia Católica en Inglaterra. Magnífico letter cutter, su influencia llega hasta todos y cada uno de nosotros hasta el día de hoy: algunas de las tipografías más elegantes con las que cuenta el lector en su programa de tratamiento de texto (Perpetua, Gill Sans) se las debemos a este diseñador de una religiosidad militante, contradictoria con su vida privada. Con Gill convivió, entre otros, su maestro en tipografía, Edward Johnston, uno de los padres de la caligrafía contemporánea y autor del tipo Johnston Underground, celebérrimo por haber sido usado hasta los años 80 en los rótulos del metro de Londres, cuyo logotipo también fue diseñado por Johnston. También se relacionó con el Gremio el sacerdote irlandés John O'Connor, responsable de la conversión al catolicismo de G. K. Chesterton, a quien inspiró nada más y nada menos que aquel genial personaje que fue el padre Brown. El pensamiento distributista de Belloc y del mismo Chesterton estaba muy cercano a los planteamientos del Gremio. Hoy quiere preservar la memoria de aquel grupo de idealistas The Eric Gill Society, en proceso de constitución y vinculada al museo.

La visita a Ditchling no debe terminar sin una parada en la casa de comidas que antaño se conoció con el precioso nombre de Dolly's Pantry y que hoy se llama, simplemente, Ditchling Tea Rooms. El trato es cordial y se come casero -las quiches son magníficas-, pero quien escribe recomienda sobre todo disfrutar cerca de la chimenea de un abrumador cream tea con sus scones gigantescos y deliciosos. Además, juran las camareras que un fantasma habita este edificio del siglo XV y de vez en cuando toca la campana del mostrador o le sopla en el cuello a la cocinera. Poca broma.

Viviendas en West Street, Ditchling (2013)

(Fotos propiedad del autor.)

11 de noviembre de 2013

"Lest we forget"

La primera vez que escuché la expresión Remembrance Day fue de adolescente, en la letra de "Sand in your shoes", una de las canciones de aquel álbum genial de 1976 titulado Year of the Cat, considerado la obra maestra de Al Stewart. "On Remembrance Day/ the bands all played,/ the bells pealed through the park", cantaba el escocés, y uno se imaginaba una fiesta cívica multicolor. La cosa es así, pero no tanto.

Porque es cívica y es multicolor, pero jamás la llamaría fiesta. Los británicos recuerdan cada 11 de noviembre a sus caídos: los soldados muertos en las dos guerras mundiales y, por extensión, en cada una de las guerras en las que han participado sus ejércitos, que han sido muchas. En realidad, el día 11 solo culmina lo que han sido tal vez dos semanas de actos y homenajes personales y colectivos. Desde hace muchos días, cada noche vemos fuegos artificiales sobre diversos puntos de la ciudad; y es muy frecuente ver en las solapas de los habitantes de Brighton una pequeña amapola de papel que es homenaje a los caídos y que se vende a cambio de la voluntad en colegios, hospitales, oficinas y mil y un lugares. Mis hijos se acercaron anteayer a uno de los voluntarios que las ofrecía a las puertas de un gran supermercado de las afueras de la ciudad, atraídos por su vistosa boina emplumada y por las condecoraciones de su pechera. El viejo militar les habló de lugares distantes -Egipto, Corea- en los que había combatido hacía 60 años. La campaña Poppy Appeal sirve para recaudar fondos para The Royal British Legion, una ONG que se ocupa de los combatientes, de los veteranos y de las familias de los héroes muertos y que participa activamente en los actos que los conmemoran. En ella colaboran británicos de todas las edades, razas, orientaciones políticas y religiones.

La señora Dunkerton, que es una mujer francamente especial, era la más indicada para explicarnos el significado del Remembrance Day y así lo hizo hará cuatro o cinco días. Para ella, la amapola que nace supuestamente de la tierra bañada por la sangre bermeja de los cadáveres debe recordarnos que estamos en deuda con quienes dieron su vida por defendernos, pero también, sin duda, que las guerras son en sí algo odioso que no se debería repetir jamás. Por ello, me parece a mí, se trata de una celebración íntimamente patriótica, pero carente de euforia.

Quiero entender esta celebración, que no fiesta, como una extensión de ese espíritu asociativo que tanto admiro en el pueblo británico: más que exaltación patriótica, se trata de un acto de reafirmación de los valores comunitarios. Ayer, Remembrance Sunday o domingo anterior a la fecha, lo he podido comprobar en el desfile y los servicios religiosos que, como en Londres y en todas y cada una de las localidades del Reino Unido a distintas escalas, tuvieron lugar en Lewes. En ellos participaron veteranos de todas las guerras y cuerpos armados, cadetes, miembros de cuerpos de servicios oficiales y no oficiales (policía, bomberos, scouts), representantes de la judicatura, del condado, del ayuntamiento, de las diversas iglesias, de charities varias... Niños, jóvenes, adultos y veteranos participaban en un acto que era de serena reafirmación colectiva, no basada en rasgos de identidad inamovibles ni en enemigos identificables, sino más bien en la colaboración entre los miembros de una sociedad civil viva y rica en asociaciones solidarias, clubes deportivos y de ocio, sociedades científicas o comunidades de culto, que en este caso se reúnen para agradecer a sus caídos las libertades que ellos contribuyeron a preservar. En estos actos se pone de manifiesto el estrecho vínculo que en este sabio país se da entre los mundos civil y militar. Esa falta de solución de continuidad, palpable en la indumentaria de los veteranos de guerra, es uno de los factores de la cohesión institucional británica: lo militar no es un cuerpo extraño en el tejido social, sino un estamento más en el que las virtudes ciudadanas se aprecian como en el que más.

Cuando en la Calle Mayor de Lewes se tocó silencio y los gastadores rindieron sus estandartes ante el cenotafio local y las coronas depositadas a sus pies, durante dos minutos no se oyó el volar de una mosca. Un hombre de mediana edad en evidente estado de embriaguez se cuadró, dejó que la botella que empuñaba reposara discretamente junto al cuerpo y llevó la derecha a la sien en apretado y marcial saludo; me dio la sensación de que solo a duras penas mantenía la posición de firmes, pero también la de que se hubiera dejado aspar antes que renunciar a presentar sus respetos.

Hoy, día 11, se cumple oficialmente el aniversario del armisticio de 1918 y por ello en toda la Commonwealth se recuerda a los muertos en acción de guerra con dos últimos minutos de silencio a las once de la mañana. Recordar a las víctimas de nuestros enemigos ("Lest we forget") no es expresar odio hacia los otros; es, más bien, celebrar los valores positivos que nos acompañan más allá de la desaparición de los individuos; es asegurar que los miembros de esta sociedad se apoyan cuando lo necesitan y que las familias de los que dieron su vida por ella seguirán sintiendo ese apoyo, porque esas víctimas no sufrirán ni el olvido ni la ingratitud. El recuerdo de los caídos está asociado a las libertades en las que creyeron. Y el respeto a los valores cívicos comunes y a las formas sin estridencias que los vehiculan hacen del británico un pueblo privilegiado: pasarán los siglos y esas formas seguirán dando testimonio de un pueblo tolerante y cohesionado como pocos.

(Fotos propiedad del autor. Publicado en mallorcadiario.com, 11 de noviembre de 2013)













10 de noviembre de 2013

Eduardo Moga en Brighton

La mayor parte de los hombres son solo hombres; que no es poco. Algunos -por desgracia, todos conocemos algún caso- son más bien animales o no pasan siquiera de la condición de vegetales. Hay hombres de paja y mujeres de hierro. Más escasos son los hombres, seguramente muy pocos en toda la historia de la humanidad, que están hechos de palabras: son escritura. Eduardo Moga es de estos últimos.

Y no lo digo porque entre sus manos siempre haya un libro, ni porque sea grafómano (su hiperactividad como poeta, crítico y traductor lo delata; pero no todos los escritores son palabra), ni tan siquiera porque lo considere el más valioso poeta español vivo desde hace ya años. Es más la forma en que mira. Si lees a Eduardo te das cuenta de que su escritura quiere explotar, torsionar, exprimir cada rincón de la realidad: es, probablemente, el último de los barrocos, y el horror vacui del que unos lo acusan y que otros le admiran es en el fondo, más que una elección estética, un rasgo de su carácter. Si, además de leerlo, lo tratas, sabes pronto que Eduardo no habla por hablar ni mira por pasar el rato. Su oído y su mirada registran datos para un poema, para un ensayo, para una entrada de su blog. Lo que dice no es gratuito, pero lo que escucha ya tampoco lo será: su privilegiada memoria toma nota de lo escuchado para componer -ya lo está componiendo mientras escucha- un texto que es el texto de su existencia. Nada tiene sentido si no es escribible y nada tiene importancia si no queda escrito. Más allá del lenguaje, hemos leído muchas veces en sus poemas, no hay nada, aunque el mismo lenguaje sea también nada y nada nos garantice la perdurabilidad. Reescribir el mundo es la única manera de estar en él para estos seres especiales que, sin embargo -miren qué contradicción-, después son capaces de declararse seguidores del F.C. Barcelona y quedarse tan panchos. Cosas de los poetas barrocos.

A Eduardo lo conocí en 1996 en un curso de verano de El Escorial al que asistían también otros monstruos como Ramón García Mateos, Marta Agudo, Ada Salas, Regino Mateo, José García Pérez, Luis Felipe Comendador, Abraham Gragera y otros que ahora puede que olvide pero que hicieron de aquel encuentro algo memorable en la vida de todos. Sin duda lo mejor que obtuve en aquel curso es la amistad de Eduardo, del que me separan varias cosas -la principal, su enorme altura como poeta, cuya obra comenté hace unos años en Quimera y que en 2013 sigue dando frutos de plenitud como Insumisión-, pero con quien en buena parte comparto cierta visión de nuestra fugaz estancia in hoc lacrimarum valle y, sobre todo, un enorme, reverencial gusto por la palabra carnosa que, dicho sea de paso, nos ha conducido con enfermiza frecuencia a intercambiar cartas incontestables de hasta dieciocho folios.

Las circunstancias de la vida, que nos habían mantenido más apartados durante los últimos años, han querido reunirnos ahora que ambos, por razones diversas pero casi simultáneamente, hemos amarrado nuestras respectivas barcas en el Reino Unido: él en Londres desde su Barcelona, y yo en Brighton. Su reciente visita a esta ciudad -cinco horas de paseo y de gozosa conversación- ha renovado unos lazos que, pese a nuestras discrepancias, sé que me atan a la vida con más fuerza que muchos otros. Fue una alegría verlo bajar del tren de Londres con su aspecto de patriarca gigantesco y su lectura bajo el brazo. Fue un doble placer compartir con él un té y un pastel de chocolate, almendras y naranja en Blackbird. También lo fue comer en ese restaurante vegetariano y exquisito en cuyo nombre no reparé en el momento: Food For Friends. Acompañarlo por Kemp Town, el Royal Pavilion y el Brighton Pier y percibir cómo ya estaba escribiendo la crónica de su visita, venteando imágenes, repitiendo para sí nombres, almacenando los hitos de su visita como dominado por el afán de no descuidar ni un ápice de la vida que debe ser registrada, hizo que pueda apreciar aún mejor la textura vital de lo que escribe, la entidad literaria de lo que vive y la condición doliente del condenado -gozosamente para quienes lo leemos- a escribir hasta su último hálito de vida, que no será de aire estertoroso, sino de letras cursivas y puntos suspensivos. Y nos hace perseverar en el deseo de acompañarle, codo a codo siempre, en ese viaje hacia ninguna parte que, por otro lado, al suyo es tan divertido.