1 de mayo de 2014

Escrito en la piel

Leo una entrada de Eduardo Moga a propósito de la afición a los tatuajes que hace furor en este país. Coincido con su valoración: a mí también me parecen, en general, un signo de insatisfacción con el propio cuerpo, cuando no un infantil peaje del gregarismo, y en todo caso una decisión irreversible que conlleva dolor y en el futuro puede acarrear arrepentimiento. Pero sobre todo, detesto la desmesura con que coloniza algunas pieles, en combinación con otra moda rayana en la autolesión: el piercing.

En todo caso, alguna de las reflexiones me ha hecho recordar la biografía que sigue.

Jean-Baptiste Bernadotte, navarro francés, se incorporó con 17 años al ejército de la I República y se distinguió en los conflictos que esta mantuvo con media Europa, ganando rápidos ascensos. Convencido revolucionario, añadió al nombre de pila el más laico de Jules (por César). Con 31 años era general.

Nombrado ministro de la guerra en 1798, contrajo matrimonio con Desirée Clary, concuñada del genial Bonaparte. Llegado el Imperio, recibió el nombramiento de mariscal de Francia y fue sumando triunfos militares. Sus servicios en Austerlitz le ganaron en 1805 el título de príncipe soberano de Pontecorvo en la Italia napoleónica. En 1808 combatió a Suecia y se distinguió por el trato caballeroso que dispensó a sus prisioneros nórdicos.

En 1810, muerto sin descendientes el heredero de la corona sueca y noruega, los suecos decidieron elegir un heredero que reuniese varias condiciones: que fuese un militar de valía, con el fin de contener a los rusos que acababan de desgajar Finlandia de su corona; que tuviese prestigio en Europa; que fuese popular en Suecia; y que sirviese a su país para contener la furia del entonces todopoderoso Napoleón I. Se fijaron pronto en el príncipe de Pontecorvo, que con tanto respeto había tratado a los soldados del norte, y le ofrecieron la corona. Informado Napoleón por el propio Bernadotte, se mofó de la extravagante propuesta. Así que Bernadotte, que últimamente toleraba mal la autoridad del emperador, aceptó lo que se le ofrecía, devolvió su principado italiano a Napoleón y entró en Estocolmo aclamado por sus nuevos conciudadanos.

Adoptado por el viejo y enfermo Carlos XIII, asumió el nombre de Carlos Juan, se convirtió al luteranismo, fue designado príncipe heredero, generalísimo de los ejércitos y regente y, como tal, fue dueño y señor de la política sueca desde su llegada. Si alguien esperaba que Suecia fuese un satélite de Francia, se equivocó: aquel hijo de un procurador de Pau alió a su nuevo país con el Reino Unido y Prusia, derrotó a sus excolegas los mariscales de Francia, lideró a los aliados en el norte de Europa, aseguró contra Dinamarca la posesión de Noruega y participó de la victoria contra Napoleón.

En 1818, fallecido su padre adoptivo, accedió al trono con el nombre de Carlos XIV Juan de Suecia (o Carlos III Juan de Noruega), fundando así la dinastía Bernadotte, que aún reina hoy y cuyas armas funden las de la gloriosa dinastía Vasa con las del principado napoleónico de Pontecorvo. Bernadotte murió muy anciano, con 81 años, tras un largo, pacífico y próspero reinado que puso las bases de la Suecia y la Noruega modernas. Nunca había hablado sueco.

Cuando los responsables del servicio mortuorio se disponían a lavar y adecentar el cadáver del viejo monarca para su última ceremonia, descubrieron escondido sobre su augusta piel el siguiente, imborrable tatuaje de juventud: "Mort aux rois".

Carlos Juan como príncipe heredero de Suecia, por François Gérard (1811; detalle)