10 de noviembre de 2013

Eduardo Moga en Brighton

La mayor parte de los hombres son solo hombres; que no es poco. Algunos -por desgracia, todos conocemos algún caso- son más bien animales o no pasan siquiera de la condición de vegetales. Hay hombres de paja y mujeres de hierro. Más escasos son los hombres, seguramente muy pocos en toda la historia de la humanidad, que están hechos de palabras: son escritura. Eduardo Moga es de estos últimos.

Y no lo digo porque entre sus manos siempre haya un libro, ni porque sea grafómano (su hiperactividad como poeta, crítico y traductor lo delata; pero no todos los escritores son palabra), ni tan siquiera porque lo considere el más valioso poeta español vivo desde hace ya años. Es más la forma en que mira. Si lees a Eduardo te das cuenta de que su escritura quiere explotar, torsionar, exprimir cada rincón de la realidad: es, probablemente, el último de los barrocos, y el horror vacui del que unos lo acusan y que otros le admiran es en el fondo, más que una elección estética, un rasgo de su carácter. Si, además de leerlo, lo tratas, sabes pronto que Eduardo no habla por hablar ni mira por pasar el rato. Su oído y su mirada registran datos para un poema, para un ensayo, para una entrada de su blog. Lo que dice no es gratuito, pero lo que escucha ya tampoco lo será: su privilegiada memoria toma nota de lo escuchado para componer -ya lo está componiendo mientras escucha- un texto que es el texto de su existencia. Nada tiene sentido si no es escribible y nada tiene importancia si no queda escrito. Más allá del lenguaje, hemos leído muchas veces en sus poemas, no hay nada, aunque el mismo lenguaje sea también nada y nada nos garantice la perdurabilidad. Reescribir el mundo es la única manera de estar en él para estos seres especiales que, sin embargo -miren qué contradicción-, después son capaces de declararse seguidores del F.C. Barcelona y quedarse tan panchos. Cosas de los poetas barrocos.

A Eduardo lo conocí en 1996 en un curso de verano de El Escorial al que asistían también otros monstruos como Ramón García Mateos, Marta Agudo, Ada Salas, Regino Mateo, José García Pérez, Luis Felipe Comendador, Abraham Gragera y otros que ahora puede que olvide pero que hicieron de aquel encuentro algo memorable en la vida de todos. Sin duda lo mejor que obtuve en aquel curso es la amistad de Eduardo, del que me separan varias cosas -la principal, su enorme altura como poeta, cuya obra comenté hace unos años en Quimera y que en 2013 sigue dando frutos de plenitud como Insumisión-, pero con quien en buena parte comparto cierta visión de nuestra fugaz estancia in hoc lacrimarum valle y, sobre todo, un enorme, reverencial gusto por la palabra carnosa que, dicho sea de paso, nos ha conducido con enfermiza frecuencia a intercambiar cartas incontestables de hasta dieciocho folios.

Las circunstancias de la vida, que nos habían mantenido más apartados durante los últimos años, han querido reunirnos ahora que ambos, por razones diversas pero casi simultáneamente, hemos amarrado nuestras respectivas barcas en el Reino Unido: él en Londres desde su Barcelona, y yo en Brighton. Su reciente visita a esta ciudad -cinco horas de paseo y de gozosa conversación- ha renovado unos lazos que, pese a nuestras discrepancias, sé que me atan a la vida con más fuerza que muchos otros. Fue una alegría verlo bajar del tren de Londres con su aspecto de patriarca gigantesco y su lectura bajo el brazo. Fue un doble placer compartir con él un té y un pastel de chocolate, almendras y naranja en Blackbird. También lo fue comer en ese restaurante vegetariano y exquisito en cuyo nombre no reparé en el momento: Food For Friends. Acompañarlo por Kemp Town, el Royal Pavilion y el Brighton Pier y percibir cómo ya estaba escribiendo la crónica de su visita, venteando imágenes, repitiendo para sí nombres, almacenando los hitos de su visita como dominado por el afán de no descuidar ni un ápice de la vida que debe ser registrada, hizo que pueda apreciar aún mejor la textura vital de lo que escribe, la entidad literaria de lo que vive y la condición doliente del condenado -gozosamente para quienes lo leemos- a escribir hasta su último hálito de vida, que no será de aire estertoroso, sino de letras cursivas y puntos suspensivos. Y nos hace perseverar en el deseo de acompañarle, codo a codo siempre, en ese viaje hacia ninguna parte que, por otro lado, al suyo es tan divertido.


1 comentario:

  1. Gracias, querido Juan, por una crónica tan cordial como precisa. Nunca se me había ocurrido que mis últimos instantes no fueran de aire estertoroso, sino de letras cursivas y puntos suspensivos. Cuando me muera, intentaré hacer honor a esa imagen. Mejor: intentaré que sean de signos de exclamación.

    Besoabrazos.

    Eduardo.

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